Ya saben ustedes que después de una vida plagada de batallas, intrigas y política, el emperador Carlos V decidió retirarse al monasterio de Yuste, después de ceder el poder a su hijo Felipe II. Uno lee esto y lo une con el afán por la cristiandad del protagonista, a pesar de algunos encuentros más que graves con la Iglesia, y piensa en un retiro sosegado de meditación y oración. Efectivamente así lo hizo, y Carlos V oró mucho y meditó aún más. Pero como ya había demostrado en multitud de ocasiones a lo largo de los años no era un tipo mal orientado mentalmente y tomó sus medidas para hacer el retiro más llevadero.
Oración; sí. Paseos; también. Reposo; por supuesto. Meditación; mucha; Pero también otras cosas. Por ejemplo, se llevó a su retiro su colección de relojes, con los que disfrutaba enormemente. Y no solo esto, sino que también se llevó a su relojero particular, Juanelo Turriano, para que cuidara de la colección y construyera artilugios mecánicos para asombrar y deleitar al emperador. Los soldaditos de plomo que atesoraba también viajaron hasta aquel monasterio y constituían otro de sus entretenimientos.
Placeres mundanos todos estos para disfrutar en un monasterio, pero no acaba aquí la cosa. ¿Cuál es el placer más mundano de todos? Quizás los manjares. Pues de ellos también iba bien servido nuestro amigo Carlos V. Las perdices, bizcochos, ostras, salchichas y, sobretodo, la cerveza fría, eran comunes en su mesa y las consumía en cantidad y con gran deleite. Amigos, dos de las mejores cosas de este mundo para Carlos V, estaban en aquel retiro: soldaditos de plomo y cerveza. Ya no parece que fuera tan aburrido aquel monasterio.
Pero lo que más me ha llamado la atención ha sido que el emperador no pudo vivir sus últimos años sin las anchoas del Cantábrico. Se las hacía traer periódicamente para ponerlas en su mesa. Sin duda sorprendente y todo un triunfo para este producto. Ahora, cada vez que coman ustedes anchoas del Cantábrico piensen en que están deleitándose con un manjar de emperadores.
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